jueves, 14 de marzo de 2013

Harry Potter. El año en que nací sin saberlo.


En el Máster en Creación Literaria me encargaron hace unos meses un ejercicio sobre el libro o autor que más me había influido o que más me había gustado. La siguiente entrada está basada en la solución que intenté darle al problema que esto me supuso.
La elección de Harry Potter es difícil de justificar por los criterios que pedía el propio ejercicio. No son los libros que más me han gustado (aunque me han encantado) ni los que más han influido en mi estilo o mi forma de ver la literatura. Es cierto que como escritor que quiere dedicarse a la literatura juvenil, no puedo sino ver a Rowling como una autora paradigmática en el género. Desde este punto de vista, para mí es más que una saga de novelas, es un manual. Empezando por la selección de los arquetipos y su caracterización, pasando por la lenta elevación de la tensión narrativa en cada libro y llegando hasta el bien logrado encaje entre los diferentes niveles de la historia. Y aun así todo esto no tiene nada que ver con la razón por la que los marqué como los libros más importantes para mí hasta la fecha.
Los escogí porque supusieron un punto de inflexión, cambiaron el curso de una parte importante de mi historia personal. Mi experiencia como lector y escritor no se puede entender sin considerar al joven mago como un acompañante de viaje. A los catorce años sufrí el trauma de leer durante un mismo curso escolar Nada, de Carmen Laforet y Los Pazos de Ulloa de Emilia Pardo Bazán (releída años después Nada me parece una novela excelente por cierto). Contemplé entonces como el amor por la lectura que aun sentían algunos de mis compañeros y yo era mutilado sin piedad. Y es que hay lecturas que no son para el adolescente medio de este país. No volví a leer nada hasta unos cuantos meses después de aquello. La idea de escribir, que era una actividad entonces limitada a algún cuento aislado de vez en cuando, también se esfumó. Hasta que salió el siguiente libro de la saga y la llama del amor volvió a encenderse.
Claro que por aquel entonces yo no sabía que quería ser escritor. Visto con perspectiva, ahora entiendo qué la decisión de escribir un tipo de literatura que fomente la afición por la lectura en los jóvenes vino de entonces. No sólo porque me devolvió las ganas de leer, sino porque me introdujo en el mundo de la fanfiction, dónde desarrollé mis primeros relatos de estructura novelesca. Aunque en la actualidad trabajo en diferentes tipos de proyectos de corte juvenil no necesariamente fantástico, siempre vuelvo al elemento de origen: la creación de un universo sin fin, que desborde la historia y le deje espacio al lector para crear la suya. Ya volveré al tema del fandom más adelante.

Para cuando terminé Las Reliquias de la Muerte, todas las piezas de la historia del mago encajaron. De forma simultánea tome consciencia de una embrionaria carrera. El cierre de la saga, que a nivel estructural no acaba de estar a la altura de las otras novelas por su apresurado ritmo, fue el último empujón. Al final, el mago se queda solo. Siempre ayudado por alguien, le llega entonces el momento de dar el último paso, de dejar de esperar a que ocurra un milagro. Aunque dicho milagro finalmente ocurre, el mensaje que me queda al acabar la saga es precisamente el de lanzarme al vacío sin ataduras. Es en ese momento cuando dejo de ver la escritura como un hobbie y el “ojalá algún día publique algo”, se convierte en “tengo que trabajar para sacar esto adelante”.

Próximamente: Everybody dies. Los detectives clásicos también. Vuelta a las series de televisión con el Dr. House y una reflexión sobre el declive de este arquetipo en la pequeña pantalla.

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